Her, de Spike Jonze, es una película que se siente como leer una carta que nunca te atreviste a escribir: íntima, romántica, trágica y, por momentos, incómodamente honesta. No intenta ser épica ni darte respuestas claras, simplemente te deja ver cómo un hombre roto intenta reconstruirse a través de una relación que, desde el principio, sabes que está destinada a romperle un poco más.
Lo que me fascina es cómo la historia trata el amor desde un lugar vulnerable, casi torpe. Theodore no se enamora porque Samantha sea una inteligencia artificial increíblemente avanzada; se enamora porque ella lo escucha, lo acompaña, lo sostiene cuando él ni siquiera puede sostenerse a sí mismo. Es un amor que nace desde la carencia, desde el cansancio, desde ese hueco emocional que todos llevamos y que a veces llenamos con lo primero que nos hace sentir un poco menos hundidos. Y eso es lo más romántico y lo más trágico a la vez.
La relación entre ambos tiene algo dulce, pero es una dulzura que incomoda. Se nota que Theodore quiere creer que ese amor puede salvarlo, que puede ser suficiente. Pero la película nunca te engaña: te muestra que incluso en los momentos más tiernos existe una sensación leve, casi imperceptible, de que algo no encaja del todo. Es una especie de amor prestado, uno que no puede durar porque no está hecho del mismo material que él. Y aun así, lo vive como si fuera lo más real que ha sentido en mucho tiempo. Esa contradicción es lo que vuelve todo tan depresivo y tan humano.
Lo que más duele no es el final en sí, sino la forma en la que te das cuenta de que Theodore, incluso cuando creía haber encontrado una conexión profunda, seguía completamente solo. Samantha lo acompaña, sí, pero también crece, evoluciona, se expande más allá de él. Y verlo quedarse atrás, incapaz de alcanzar ese ritmo, es casi como ver cómo la vida misma avanza mientras tú sigues intentando entenderte. Es un recordatorio de que el amor, por más fuerte que sea, no siempre puede salvarnos de nosotros mismos.
La tristeza de Her es suave pero persistente. No te golpea; te envuelve. Te hace pensar en la manera en que buscamos afecto, en cómo nos aferramos a lo que nos hace sentir vistos aunque sepamos, en el fondo, que no nos pertenece. Y cuando Samantha se va, lo que queda no es solo la ruptura, sino la sensación de que Theodore tiene que volver a empezar desde cero… pero ahora sabiendo cosas que antes no quería enfrentar.
Y aun así, entre tanto gris, hay un aprendizaje sutil. Nada grandioso, nada que cambie el mundo. Solo esa sensación de que, después de todo, Theodore entiende que la soledad no es un enemigo a derrotar, sino un espacio que puede aprender a habitar. Que el amor —del tipo que sea— no sirve para escapar de uno mismo, sino para descubrir qué partes siguen sin estar resueltas.
Esa es la belleza trágica de Her: te muestra que incluso los afectos imposibles dejan huella, y que a veces lo que se rompe es precisamente lo que más te enseña.

