Cuando era adolescente me encantaba ver vídeos musicales. Cada día ponía los canales de música, sobre todo los de inglés. Recuerdo perfectamente aquella mañana en la que bajé a desayunar y apareció el videoclip de “Chasing Cars”, de Snow Patrol. Hubo algo ahí, algo distinto: cada acorde, cada palabra, cada sonido parecía encajar de forma perfecta, como si el mundo se detuviera un momento solo para que yo respirara.
Semanas después compré el álbum. Escuchaba esa canción casi todas las noches. Me tumbaba en el suelo, cerraba los ojos y, durante unos minutos, sentía una paz absoluta; me olvidaba del mundo. En mi mente aparecía siempre la misma imagen: una colina en plena noche, y un cielo que brillaba como el cielo estrellado de Van Gogh, lleno de luz y movimiento. A mi lado estaba alguien sin nombre, una presencia hermosa, cercana, que me acompañaba en silencio. Éramos solo esa persona imaginaria y yo.
Con el tiempo, esa persona quiso tener un nombre. Pero el universo, como siempre, puso sus pruebas. Ella tuvo que enfrentarse a monstruos invisibles, cuyos ataques eran la indiferencia, el rechazo, la sensación de no pertenecer. Le hicieron daño, mucho daño, y aun así siguió adelante. Cada herida la hacía más fuerte, más consciente de por qué estaba luchando.
Y mientras ella peleaba contra sus propios monstruos, me ayudaba a enfrentar los míos. Era extraño, porque ella nunca pidió nada a cambio, pero aun así me sostenía. Me hacía sentir acompañado cuando creía que estaba solo, me susurraba calma cuando todo parecía demasiado. Al final, después de atravesar todas esas pruebas, el universo le permitió tener un nombre. Ella podía elegir. Y eligió un nombre que sonaba a paz después de la tormenta, a amor y fuerza. Ella eligió llamarse: Elizabeth. Eliza, mi Eliza. La chica de al lado, la mujer de mis sueños.
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